Relativizar el sentido de urgencia

Una nueva variable aparece cada vez con más frecuencia en las sesiones que realizo, tanto como Asesor de Confianza como en las de Coach de Alta Dirección, y es el sentido de urgencia permanente que ha calado en las empresas.

Una urgencia en cierto modo justificada, por la necesidad inaplazable de hacer frente a ingentes retos a los que nos enfrentamos. El cambio climático, la crisis energética, las desigualdades de todo tipo o la misma supervivencia de la propia empresa no son temas menores. Pero empiezo a identificar que, en bastantes ocasiones, tras esta sensación de cuenta atrás constante se esconde el simple runrún de que hay que hacer algo de forma urgente para demostrar que se está en movimiento.

Este estado de emergencia latente, y que late más allá de las urgencias reales, puede tener un efecto negativo si es sostenido en el tiempo. El primer motivo es muy sencillo y nos recuerda al “que viene el lobo” de nuestra infancia porque si te lo repiten en vano al final, cuando llega de verdadera urgencia, uno no se lo cree o está demasiado fatigado. El segundo es otro clásico, pero no de la literatura infantil sino del día a día de muchas empresas y es dejar lo importante rezagado por culpa de lo que, en un estado de estrés, se considera urgente. Y, por último, el refrán de vísteme despacio que tengo prisa para evitar caer en la propia trampa de actuar de forma poco coherente o incluso dañina, debido a la falsa sensación de última oportunidad.

Deberíamos aprender de las gacelas. En su libro Thrive, la escritora, columnista y cofundadora de The Huffington Post, Arianna Huffington, presenta a estos antílopes como un modelo a seguir porque “las gacelas corren y huyen cuando existe un peligro real, por ejemplo, un león o leopardo acercándose a ellas. Pero, una vez que el peligro desaparece, paran y vuelven a pastar tranquilamente sin preocupación alguna”. Con buen criterio, Huffington añade que “el problema es cuando los humanos no distinguimos entre el problema real y el imaginado. Nosotros seguimos corriendo siempre. Y eso es agotador”.

Deberíamos salir de la rueda del estrés permanente, de la hipérbole, del actuar sin un plan porque nos acecha la premura, del reaccionar más que responder de forma reflexionada y de la lucha continua con batalla diaria. Dejar de vivir y trabajar padeciendo un stress test diario y abandonar la certeza instalada de que el cambio, o la innovación mal entendida, es la única salida.

A veces, es mejor mantener la velocidad de crucero mientras duran las turbulencias que sobreactuar sin saber bien qué se está haciendo o hacer por hacer. Porque ya nos hemos demostrado que cuando llega una urgencia real, incluso tan mayúscula como fue el confinamiento, hemos aunado esfuerzos para hacerle frente de forma cohesionada y con una alineación corporativa loable. Así que esa experiencia compartida, y dura para todos, debería aportarnos confianza para vivir el presente con más seguridad y menos urgencia.

“Urgencia” y “permanente” son dos conceptos que no casan bien. Perpetuar el sentido de urgencia en la gestión del día a día no deja de ser un mero instrumento de control de las organizaciones muy jerarquizadas. El miedo y el uso sesgado de la información son los otros ingredientes, que frenan el empoderamiento de las personas, la toma de decisiones de forma compartida y la asunción de responsabilidades. En definitiva, hace que las organizaciones sean menos eficientes.

Si siempre todo es urgente, algo no estamos haciendo bien.

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