¿Qué hace un ingeniero de caminos, canales y puertos en el mundo del coaching? (II)

Sufrimiento.

Me nombraron delegado a los 34 años, tras una meteórica carrera pasando por los puestos de jefe de obra y jefe de grupo de obras. En esa época, yo era un chaval en comparación con los otros delegados de las principales empresas de la competencia que, con alguna excepción, rondaban los 50.

Una característica de la empresa en la que trabajaba era apostar por la gente joven. Circulaba un dicho que se recitaba con cierto orgullo: aquí te lanzamos a la piscina, y, si sabes nadar, genial, y si no, tiramos a otro. Digo “orgullo” porque los que lo transmitíamos éramos los que no nos habíamos ahogado y, por tanto, los encargados de escoger a los siguientes.

Y sí. Yo supe nadar desde el primer momento. Creo que siempre he tenido una especie de capacidad natural para afrontar y superar los retos que se me ponen por delante. Al principio fue una ventaja. A medida que iba pasando el tiempo se fue transformando lentamente en un peso. Porque después de un reto viene otro. No había acabado el primero y ya vislumbraba el siguiente. O bien alguien me lo había puesto ahí delante o, si no, yo mismo lo creaba. Me acostumbré a vivir así: los retos eran mi droga. Siempre en movimiento, siempre nadando. No podía ni quería pensar en parar, en descansar, en reflexionar sin más, en saber que estaba pasando con mi vida y hacia dónde me dirigía. Parar era ahogarse.

Tuve éxito. Todo el mundo me miraba con admiración y también con cierta envidia. Mis compañeros, mis amigos, mi familia… yo llevaba la vida que ellos hubieran deseado para sí mismos. Me abrían la puerta del coche cuando me venían a buscar, me conocían en los mejores restaurantes y me movía como pez en el agua en los llamados círculos del poder. Me sentía importante, diferente, me atrevo a decir que incluso mejor que los demás. Sólo tenía que seguir nadando, costase lo que costase.

Y me sentía solo, muy solo.

Cada día tenía que demostrarme a mí mismo y a los demás que era merecedor del siguiente reto. No me permitía fallar y, si lo hacía, lo escondía o lo disfrazaba para que no se notase. Tampoco estaba en mi catálogo de acciones preferidas el reconocer que no sabía alguna cosa. Y, por supuesto, mostrar las emociones era más que tabú: era un síntoma de debilidad. Mucho de todo ello lo llevo yo de serie. Y es cierto que el entorno tampoco ayudaba: “aquí se viene llorado”, decían. Recuerdo también que, en las convenciones anuales del grupo, en el turno de preguntas, al que levantaba la mano poco más o poco menos se la cortaban. Quizá por eso fui tan buen soldado, porque encajaba perfectamente con lo que yo ya era.

Vivir así era agotador. Siempre pendiente de la imagen que proyectaba, siempre pendiente de no mostrar mi vulnerabilidad, acabé confundiendo la persona con el rol. Y me aislé, sufriendo día a día en soledad. ¿Cómo iba yo a quitarme el traje y mostrar mi desnudez? ¿Quién me iba a entender si yo lo tenía todo?

Y sin embargo, en este viaje personal, algo aparecía con brillo en el horizonte, como un faro indicando el camino hacia la libertad.

Autoconsciencia.

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